Por:
Antón Vélez Bichkov
Imperio volvió a caer en el tedio. A diferencia de
su primera etapa, que iba de la frialdad al bostezo, en estos últimos capítulos
la trama no para. Intrigas y más intrigas, agudizadas tras la presunta muerte
del Comendador, no nos dan respiro.
Nada mejor en un folletín explícito, que no busca
enmascarar sus credenciales novelescas. Pero algo sigue faltando en esta
historia que mejoró sustancialmente a partir del episodio # 62, mas después de
transcurridas otras 73 entregas, de nuevo empieza a hastiarnos.
Tan pronto Aguinaldo Silva se centró en su trama, Imperio
ganó otros colores. La compleja relación entre José Alfredo y su hija se dibujó
con contornos más precisos y a pesar de algunos pies forzados – que siguen
corregidos y aumentados – la telenovela se volvió disfrutable.
Distintos tipos de subtramas se alternaron y dieron
más variedad al seriado que hasta entonces dominaban las impostadas disputas
entre Claudio Bolgari y Teo Pereira (sobre lo que escribí en mi reseña
de Trabajadores).
Personajes pujados, como el propio Pereira y Xana (un
irreconocible Aílton Graça, encasillado en roles de macho y mujeriego) se
volvieron orgánicos, incluso cómicos. Las relaciones humanas se hicieron más
cálidas y el color gris de los comienzos se disipó para alegría de nuestro
entretenimiento.
Cierto, que quedó fuera una posible amistad entre
las hermanas María Clara y Cristina, lo que agudizaría el triángulo amoroso con
Vicente, casi desaparecido a la altura del episodio 135 y el tránsito del odio
al amor entre padre e hija se trabajó muy poco.
Para alguien con un contacto mínimo en los primeros
tres meses, un contacto discreto en las siguiente semanas, volverse de máxima confianza
y salvadora del emporio de la familia, casi la hija preferida, es muy forzado.
Más con la duda sobre la paternidad, que dejó el
autor cuando el comendador se traga los resultados del ADN, lo que abrió una
brecha de ilegitimidad ante los demás herederos que no aceptarían de tan buen
grado a una ‘adoptada’.
Silva lo enmascaró con una presunta preocupación del
potentado por la memoria de su hermano (manchada por él en el pasado). Un
rejuego que le daba un toque psicológico al asunto y aumentaba los matices del
personaje – que ya había confesado no querer reconocer a la hija, porque le
recordaba a la difunta amada.
Pero a nivel práctico creaba varios ruidos en el
sistema, incluso en relación el deseo expreso del Comendador de dejar a la
persona más representativa en el comando.
Los hermanos a veces la asumen, a veces no. A veces
es adoptada, a veces es hija de su padre (lo mismo sucede con Marta). Y lo peor
es que Cristina nunca pone el freno definitivo al desafuero recalcando que ella
es hija y para rematar la primogénita.
La más de las veces ella acepta los ataques con una
inteligencia emocional fuera de cualquier canon novelero y sólo repele la
agresión directa. Lo cual, claro está, es lo deseable en las relaciones
humanas, pero difícilmente funciona en la selva de los negocios y en el mundo
de las emociones del culebrón.
No funciona en Imperio, donde la autoridad del padre
se ha impuesto casi a hierro y fuego – ante la vileza chocante de todos los
miembros de la familia – y conspira contra la afirmación de su liderazgo
socavado a toda hora por la sedición de sus hermanos y por la vacilante acción
de María Marta, cuya posición tampoco queda clara…
Por más que Silva quiera hacer de Marta un ser
humano y hoy la haya vuelto la víctima de las maldades de Maurílio (Mauricio en
la versión hispana), maldades que ella misma atrajo sobre sí, en su afán de
contrarrestar al marido, así como en la perenne descalificación de su nuera, su
trayectoria es confusa.
Se sale más el ‘enamoramiento’ por la actriz, a la
cual ha querido regalar un personaje plural, lleno de contradicciones. Una
actriz que siendo antagonista llega a tener más texto y preponderancia que la
heroína Cristina, reducida a un protagonismo secundario, incluso después de
asumir el trono tras la supuesta muerte del Emperador.
Cristina no ha conseguido poner una en su esfuerzo de conservar la empresa. La esperanza del padre de
verla brillar no se ha concretado y tal fracaso se justifica con que ha sido la
única de los cuatro hijos que ha mantenido su espíritu (cuando en la concreta
ha sido tan incapaz como los demás, pero sin pataletas).
Coincide, claro, con el ascenso de Mauricio, que
vino a sustituir en las villanías a María Marta y una estela de desgracias, en
las que en el mejor estilo mexicano los buenos van sufriendo revés tras revés
y los malos se tornan omnipotentes. Tolerable, si la novela no se hubiera
vuelto cíclica, ni se hubiera concentrado, nuevamente, en las cuestiones del
poder y del dinero.
No hay un capítulo en que los personajes no se pidan
la cabeza por cuestiones de autoridad y dominio. Todos los días hay un
escándalo (muy al estilo de Avenida Brasil, de la cual se copian muchas claves,
entre ellas el gusto por la crudeza y esas actitudes arrabaleras de los
millonarios, más justificadas en aquella que se desarrollaba en el suburbio y
entre nuevos ricos).
Las intrigas palaciegas al estilo de Dallas o Falcon
Crest ya se desgastaron hace rato y la muerte falsa de José Alfredo ya no es
secreto ni para ¡la criada! de Isis (a la que el Comendador sigue buscando
sólo para sexo tanto que se le reveló porque tenía ganas... demasiado parecido a Benedito Ruy Barbosa y sus relaciones inter generacionales).
En un contexto tan álgido algo de romance no estaría
de más. Las hermanas enfrentadas en las reuniones y en la alcoba. Mover la historia más
allá. Otros amores podrían explotarse.
Pero no hay en Imperio una sola pareja simpática
como, por ejemplo, en las novelas de Gilberto Braga, que hasta en sus obras más duras, lograba poner un acento tierno en un par joven (ejemplos recientes
en Paraíso tropical, Insensato corazón y Mujeres ambiciosas).
La forzada mendicidad de Leonardo, el socorrido tema
de los nuevos ricos (Magnolia y Severo) y el inexplicable matrimonio de Marta
con su mayordomo, clasifican entre las partes de Imperio a las que podrían
aplicarle más imaginación o restarle sus excesos.
Sin embargo, todo queda chiquito ante la sustitución
intempestiva de Drica Moraes como Cora (por una dolencia de la actriz), sin una
justificación plausible. Entre la Moraes y su sustituta Marjorie Estiano – la ‘Cora
joven’ de la primera fase – me quedo con la original, que supo darle un toque de sórdida
sutileza a un personaje que hoy se presenta totalmente plano.
Ahora la atención debe robarla el ‘misterio’ sobre
Fabricio Melgazo, cuya solución fue aún más poco imaginativa que la idea de
despertar la curiosidad del público de este modo.
Aun así, de una manera u otra, en esa etapa Imperio
cumplió su cometido y no sólo quedó con la mayor audiencia (de la mitad hacia
adelante) de los últimos dos años, sino que le dio un Emmy a Aguinaldo Silva
que, por mucho que él insista, no se lo dieron a su mejor novela.
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