Si agua no cae, maíz no crece...


El señor de los vientos se excede en dramatismo y juega al seguro


Por: Antón Vélez Bichkov (De mis archivos...)


Seguimos con el refranero popular. “Si agua no cae, maíz no crece” se dice en ciertos círculos de la afrocubanía, para denotar que todo resultado ha de tener indispensablemente un antecedente, y si éste es sólido, la calidad del empeño quedará garantizada. Ningún refrán más certero para describir lo que sucedió en la más reciente puesta del experimentado y talentoso dramaturgo Nelson Dorr, quien, amén de su destacada trayectoria, no podría cosechar mucho en el poco fértil campo de sus actores. 


Insertada en el contexto de un México rural empobrecido --prácticamente esterilizado por una sequía que no permite llevar a cabo la principal actividad económica de la zona: el cultivo del maíz--, El señor de los vientos, de Medardo Treviño, es una obra visceral, de diálogos grandilocuentes pero precisos en su intensidad dramática, que lleva en paralelo la depauperación geológica con la moral.

Sus personajes son gigantes de la miseria humana y su traducción más precisa requiere de más de un repertorio de emociones encontradas. Es por eso que la obra se torna una camisa demasiado ancha para tan poco cuerpo histriónico. El patetismo que vemos en escena es francamente abusivo y nos pone ante la duda mayúscula de si estamos en la platea del teatro Mella --donde se presenta un fin de semana más-- o frente a la pantalla de Televisa S.A.

Que sea mexicana no hace a la pieza automático rehén del mal gusto de sus telenovelas; pero la exacerbación escénica de sus pasiones aquí es tan forzada que, lejos de darle dramatismo, se lo resta.

Ahí es que el público --que últimamente vive una desconcertante confusión de valores dramatúrgicos: ríen donde deben llorar y callan incapaces de comprender las sutilezas de un humor salpicado por la ironía--, pareciera, paradójicamente, tener razón, cuando en el momento más acentuado de la tragedia echa una sonora carcajada, desdeñando todo el esfuerzo del autor, los actores y el director.

La hora y tanto se hace difícilmente tolerable ante el exceso de gritos (nada que ver con la proyección) y la falta de distensión dramática.

La puesta en escena tiene destellos interesantes, y es en su escena final --la más cruda quizás--, donde se demuestra lo mejor de la vena poética del dramaturgo cubano, que supo traducir en imágenes plásticas todo el caos existencial de la situación.

Ahora bien, independientemente de la validez de un discurso tan brutal, defendido por el propio Dorr al final del espectáculo, vemos aquí un cierto facilismo.

El tema del homosexualismo se ha vuelto cada vez más recurrente para capitalizar las emociones oscuras del público. No porque ser homosexual sea malo o alguna suerte de pecado capital, sino porque al ser silenciado socialmente, la exposición abierta y descarnada de tales fenómenos hace de cualquier puesta un apetitoso manjar para las audiencias, y con ellas para los directores, que ven allí una forma de publicitar más el teatro que hacen.

Carlos Díaz es todo un “especialista” y tras él, siguiendo el principio de “si él puede, ¿por qué yo no?”, muchos teatristas han ido a la caza de obras sórdidas que canalizan apetencias que huelga describir en este espacio.

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