Diana o jugando a la genialidad


Teleserie cubana rompe cánones, pero no construye ninguno propio
Por: Antón Vélez Bichkov

Una cámara trémula, edición entrecortada, planos insertados sin un sentido estrictamente dramatúrgico, más bien para jugar a la genialidad visual, diálogos fotocopiados del cotidiano, sin meditación, ni arte y una supuesta radiografía social, así se podría resumir Diana, teleserie de Rudy Mora, que ocupó hasta hace poco el espacio de la telenovela cubana y despertó airadas polémicas en el público, que educado y todo lo que de él se acostumbra a decir, no digiere con esa facilidad, los melindres narrativos de su autor y director, que evidentemente se ha metido en camisa de once varas.

Pretensión y agua bendita, como reza la sabiduría popular, cada uno toma cuanto quiere y la TV Cubana, últimamente, padece de un mal: la frustración cinematográfica de algunos sus realizadores, que al no poder entrar por la puerta ancha del Séptimo Arte, se meten por las angostas rendijas creativas de la caja cuadrada y quieren hacer algo absurdo: TV de autor. El término suena bonito, pero es natimuerto, pues tal cosa no existe, por definición.

Si en el cine, todavía podríamos creer en un enfoque personal de la creación audiovisual, en la televisión, medio masivo por excelencia, los juegos esteticistas y los caprichos intelectualoides siempre han de ser vistos con recelo. Y no porque el medio invalide cualquier pretensión de hacer ARTE con mayúsculas - claro que se hace arte, al catalizar de forma novedosa las fórmulas prefabricadas, lo cual es toda una proeza creativa. Sino porque la mayoría de las veces quien trata de hacerlo está muy por debajo de la capacidad para hacer algo realmente revolucionario y que no peque por gratuidades estéticas y excesos pseudo-artísticos.

Cuando leí la primera entrevista de Rudy Mora - justificativa, claro está -, ni me inmuté, porque era natural que el creador defendiera, a capa y espada su criatura aún y cuando los argumentos esgrimidos no nos explicaban cuál era la razón de sus opciones ¿por qué lo hizo así y no de otra forma?; el socorrido argumento del rezago intelectual de la masa y su natural reluctancia ante la 'innovación visual', es demasiado cómodo, para quien se da cuenta que metió la pata y que no consigue la comunión con el gran público y de paso, con algunas capas de la intelectualidad.

Ya, cuando vi a toda página (de hecho dos, las centrales del último Juventud Rebelde) un artículo de beatificación, a partir de un grupo de criterios favorables emitidos por los lectores por vía electrónica, me dije: ¡la cosa está mala! Lo que deben estar diciendo en la calle es candela, cuando el JR, se decidió demostrar que Diana no estaba tan mala y que equivocados están todos aquellos que no la aceptan y no los que la descalifican.

No siempre la voz del pueblo es la voz de Dios, pero en ese caso, el público reconoce que tanto preciosismo, más bien picotillo de tomas y dramas, no tiene una base artística sólida. 

No es que carezca de galanes o de situaciones edulcoradas; no es que se asome a las partes más oscuras de la sociedad y lo haga sin gentileza y crudamente, es que todo eso se ve como lo que es: un pretencioso juego de genialidad forzada y más está para una materia periodística, que para un drama de alto vuelo. Veamos...

En el capítulo del miércoles 09/09/09, por sólo citar un ejemplo, Rudy hizo un raro e inusitado hincapié verbal y visual en la raíz del cabello de Broselianda Hernádez, que Cirita Santana trataba de teñir, mientras decía, muy orgánicamente, dicho sea de paso, dos o tres frases bastante ocurrentes.

Lo que quería recalcar con el puntilleo de la Hernández (“tíñeme el cabello”) y los inserts del pelo manchado de tinte, pues sólo él y el Espíritu Santo lo saben, nosotros, al menos yo, ni me enteré y miren que tengo repertorio y sensibilidad suficiente como para no perderme en sutilezas de toda clase y grado. Sólo que cuando las cosas están un tanto forzadas, cuando el juego da “gato por liebre”, pues es difícil ‘leer entre líneas’.

Construir un (meta)lenguaje es tarea titánica. De hecho, sólo los genios lo consiguen de forma espontánea y sin mucho estudio; los que no, deben trazarse con claridad el concepto que persiguen y a partir de ese esqueleto vestir a su criatura, con las ropas que más le peguen según la 'fiesta' que le toque ir.

No es alterar un poco la narrativa aristotélica y salirse del ABC televisivo, que vive del plano/contraplano. Es construir una obra auténtica, donde toda innovación, esté situada en tiempo y espacio. 

No por ello, la obra ha de ser rígida y carente de frescura. El set, muchas veces, es el que dice la última palabra y lo que en papel podía sonar como espectacular, en vivo, en la grabación, a veces se hace inviable o menos plausible de lo pensado.

Pero da la impresión que muchas veces Rudy, sencillamente, se dejó llevar por su vanidad de realizador con prestigio dentro del mundo del clip (de dónde vienen manías y estilos más que marcadas por aquí) y tener dos obras previas, con apoyo de la crítica y bastante trascendencia popular (que por cierto el autor busca reciclar por aquí).

Y así, siguiendo la ruta que nos traza esta cámara que parece tener el mal de Parquinson, pasamos por varios de los ambientes que nos propone Mora. 

Algunos diálogos, incluso, tienen cierta inspiración, pero no dejan de reflejar un cierto formalismo, o sea, dicen lo que tienen que decir, para supuestamente retratar la realidad cotidiana y lo cubano. Eso me suena más a periodismo que a dramatizado, ya lo dije. 

No basta poner escenas pseudo-reflexivas, como la que menciono a continuación, para imprimirle la estirpe del drama verdadero.

“Me emociona que me digas eso...” en la voz de una Verónica Lynn menguada en sus capacidades histriónicas, sonó burocrático y sin espíritu. Es como si la actriz no se hubiera enterado de que ‘emoción’ fue la primera palabra del bocadillo. 

Claro, tanto ella, una actriz más que competente, como Pomares, otro actor 22 kilates, ¿cómo iban a digerir la carga poco natural de la escena?

No dejo de reconocer que este elenco ‘todos estrellas’ captó bien el mensaje de Rudy y lo tradujo hasta el punto que sus talentos individuales le permitieron, sin embargo, queda ese raro sabor de desconcierto, que pueden haber experimentado los propios intérpretes, ante una narrativa tan vacilante e imprecisa.

A no dudarlo, nuestra realidad cotidiana, tampoco se caracteriza por tener un rumbo claro y los destinos individuales parecen derretirse o al menos reblandecerse, como el asfalto, sometido por el destructivo sol tropical; las vidas, poco a poco, se evaporan y se vuelven justo eso, un vapor sofocante, espeso, que tiene que pasar por el eterno ciclo de condensarse, volverse agua, caer y, nuevamente, elevarse hacia el infinito, sin sentido, ni coherencia…

Sólo así podríamos comprender ese ajiaco medio amorfo, medio efímero, cargante por momentos y que aunque terminó con la esperanza a flor de piel (el futuro está en el sol, el perdón, la fraternidad, los niños, la negación… ¿qué me importa a mí la capa de ozono, no? esas son las claves que se dan el capítulo final), se encargó de romper todos los cánones habidos y por haber, sin crear, no obstante, ninguno propio.

¿Y aquí viene la pregunta? ¿Se mide la genialidad por destruir lo ya existente… o por construir algo nuevo? Me parece que la respuesta es evidente, así como que este juego, pudo haber salido mejor, de haberse planteado sus reglas con sinceridad y sin pretensión.

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