¿Por qué lloran mis amigas? Por la película

Por: Antón Vélez Bichkov 

Hablar mal de un filme popular es como nadar en un mar picado. Más si tiene el apoyo del gremio periodístico. 

Es el caso de ¿Por qué lloran mis amigas? de Magda González Grau que debuta en cine con una avenencia difícil de lograr: el beso de la crítica y el público. 

Sin embargo, pena por alcanzar esa excelencia que todos le atribuyen y, sobre todo, la integralidad que una obra de arte ha de tener, independiente de subjetividades u opiniones.  

Marcada por la gramática televisiva, que aflora en texto, puesta y actuaciones, Magda no logra la transición al celuloide (tan anhelado por la mayoría de los directores de la TV Cubana, menospreciada por los mismos que la hacen).   

Tenía tanto que resolver y al mismo tiempo no tenía nada. Sería su atenuante, si no fuera su cruz. La oportunidad de probar una creatividad que tanto les cobra a otros. Un reto, más que al intelecto, a la emoción de hacer drama… 
 
Mucho ha hablado de ser una película sin exteriores, los que tampoco creo sean marca registrada del cine nacional. Pero al filme no le quedaba otro remedio que ser minimalista. No tenía historia para salirse de las cuatro paredes. Tampoco para volar alto.

El principio suave, casi pastel (en contraste con su personalidad precisa y tajante, de la cual más que esperar, exigimos exquisitez y perfección) se mancha rápido, con los brochazos del guión, su pata más coja.
 

Tan pronto suenan los primeros bocadillos se enciende el bombillo rojo. Hannah Imbert, la productora y guionista, tiene que acomodar muchos datos, en pocos minutos y por más que intente irse por mejores trillos, se pierde en los atajos. Todo resulta demasiado recalcado, muy evidente, incluso obvio.   

En los reclamos medio extemporáneos  (“ya, ya, ¡hoy no vamos a almorzar juntos!” - “tenemos que hablar ¿eres feliz?”) o en frases francamente cursis como en el brindis: “por lo que fuimos, por lo que somos, por lo que seremos… ¡por nosotras!” se adivinan los trazos de esa dramaturgia mediana que hoy señorea en los pasillos del ICR. 

Lleno de parlamentos retrospectivos, editoriales, que siempre terminan en catarsis, el texto esconde una matriz teatral que también subyace en las obras pseudo-reflexivas. 

Los diálogos pretenciosos, saturados de filosofía de bodega con barniz intelectual, terminan, para colmo siendo didácticos: “nadie se imagina el riesgo que corro cuando tengo que sacar un pomo de estos” (¡no sólo nos imaginamos, sino que lo sabemos!) 

Predecibles: “mientras estaba presa el más chiquito estudio y se graduó con ¡título de oro!”. (¡El hijo tenía que ser intachable! y estudiar ¡ojo! aunque la madre robe).  

Otras veces irreales: “No lo puedo entender ¿ese fue el único recursos que te quedó? ¿Robar?” (los que no entendemos somos nosotros). 

O desfachatadamente capciosos: “ese es el problema de este puñetero país, que no siempre ganan más, los que trabajan más”, atizando contradicciones presentes, pero que ya no perturban a nadie, creo, por lo cotidianas o irremediables que resultan.

Recalcados ridículos como el del trueno en “¡me cago en Dios, Irene!”, evidentemente insertado en post-producción y atenuado, quizás para quitarle el aire de opereta, no son dignos de una Magda González. Si estaba en el libreto debía suprimirse.

En siendo tan frontal ¿Por qué lloran mis amigas? no podía tener una dramaturgia más elaborada.

La ecuación más facilista para espantar la monotonía del concurso de frustraciones era intercalar un festival de flash-back, ilustrando el pasado y refrescando el presente.

Un pedacito de una, un pedacito de otra, monólogos entroncados so pretexto del reencuentro en una historia que en la vida, quizás, no necesitaría cohesión, ni un hilo conductor menos recurrente, pero que en la pantalla sí exige una unidad dramática y una originalidad más acentuadas.

Los personajes son tan rígidos, que desde el principio nos están mostrando etiquetas; ni siquiera se permiten evolucionar desde la adolescencia; 30 años después son tal cual, probando que el tiempo no cura las heridas.

Unificadas más que en su amistad, en su fracaso, la fisura entre sus caracteres, se hace mayor por el embate de los años. Estas amigas no tienen la conexión necesaria para sobrevivir a dos décadas de silencios. Ni la justificación precisa para reparar la brecha.  

¿Qué las une si son tan contrastantes? ¿Cómo es posible que se conozcan y no hayan aprendido a ‘tolerarse’? (o mejor: a aceptarse como son).

Forzando la psicología Yara declara: “pero si Uds. que me conocen desde la infancia, no me entienden, ¿cómo puedo pedirle a mi marido que lo haga?”

La comprensión no es una fórmula de tiempo, ni tiene sentido de prelación; la pareja es una opción que se apoya en la afinidad, no el azar de algunas amistades que se saturan, mientras más conocen a su amigo. Por ejemplo.

En una elipsis lamentable hay que entender que el SIDA ya explica que el hijo de Gloria es gay, trazando una asociación dudosa, incluso contraproducente al mensaje anti-homofóbico que al final propugna.

En ese caso, ¿qué derecho tiene una amiga que no ve hace 23 años a cuestionarle su sexualidad a la otra? ¿Qué explicación le tiene que dar la otra a ella?

El final de Gloria es obvio: la amiga prejuiciosa debía redimirse, de ahí que se alterara; pero tampoco entiendo ¿cómo su partida cerraba el conflicto? o esa reconciliación tácita, supuestamente natural en la que las explicaciones sobran. 

Estrellas cubanas...
En una película 'de actrices', difícil no reparar, ante todo, en las actuaciones. Preso a manías y mohines de la actuación televisiva, una actuación del básico, de la eficiencia de la primera toma (o de hacerlo en una sola) el elenco rinde, pero le falta.

Sería injusto señalarle manchas a sus carreras, pues salvo Luisa, la mayoría no ha tenido chances de mostrar sus quilates con grandes personajes (incluso Yasmín Gómez, muy requerida por los directores y que aún no ha recibido un papel a su altura).  

No todas tienen el mismo rango, pero a todas se les puede sacar el jugo. Cosa, que sólo sucedió con la Jiménez, una gata que siempre cae de pie.  

Edith, muy externa, recalcando las emociones como para que se vea en la última fila o las capten los espectadores menos perceptivos, llegó a clavar la mirada en los objetos, cuando estos pasaban de mano en mano, en signo de escasez, incluso de envidia. Para una actriz de recursos como ella, me parece superficial (pero al público le gusta, porque confunde actuación con gestualidad).

Amarilys, más natural en la interacción con las amigas, se desparrama por el abismo del novelón cuando declara: “no nunca te engañé, al principio pensé que era una confusión de adolescente y cuando nos casamos traté de olvidarme de todo eso”.

A Yasmín le tocó bailar con la más fea, teniendo que darle cuerpo y alma a emociones de dudoso verismo. A nivel de imagen, me recuerda a la propia Magda, me parece estarla viendo. Incluso tiene un aire semejante.

En el elenco masculino hay algún que otro toque teatral de la época de Andoba... sobre todo en las curvas dramáticas (por ejemplo Néstor Jiménez Jr.). 

El exabrupto de Roque Moreno cuando descubre la homosexualidad de su mujer, fue escandaloso (en el peor sentido). 

Las adolescentes no son orgánicas en sus textos, algunos muy forzados (¡con fórmulas químicas y todo!); el empobrecimiento general del lenguaje ha llevado a que los jóvenes no sepan decir textos más elaborados, incluso aunque estos son poco convincentes.

Y sin embargo, todo indica que la película comunica. Quizás sea el carisma de las actrices, muy populares, estrellas en sentido estricto. En la vida todo es como dice el dicho: cría fama... y haz un filme.

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