Por: Antón Vélez Bichkov ©
Una Isabel Santos soberbia como
paciente de ataxia sería motivo suficiente para apreciar Silencio, el capítulo 7 de ConCiencia en que, por fin, dio la cara
el aliento que tanto le exige parte de la audiencia. Hoy, intoxicada por las
hieles de una realidad que, muchos, se cansaron de glosar de ese modo.
Pero el guión vuelve a
quedarse por debajo del deseo de hilvanar un drama de altura, desde la sutileza
de ciertas claves. Unas bien sinceras. Otras, francamente, calculadas.
Con una dramaturgia muy básica,
el episodio no fue más allá del recuento, casi documental, de un hecho que esta
vez sí convence como ‘real’, factor que tanto se ha invocado para justificar
sus amarguras:
La obtención de un
componente indispensable para seguir adelante un proyecto vital, al que Cuba no
tiene acceso por las limitaciones del bloqueo (palabra que, por cierto, no se
mentó ni en una ocasión, haciendo la experiencia más fuerte que la consigna).
Incluso, al ataviarlo con
un elemento altamente sensible y que nos permeó más (mucho más) por el majestuoso
desempeño de Isabel:
la especialista que lo lleva a cabo, padece la enfermedad que investiga y con cada minuto se acorta la distancia del abismo.
Sucede que tal intención sólo queda clara de la mitad hacia adelante, pues hasta entonces la fábula navega al garete, entre una y otra circunstancia incidental.
la especialista que lo lleva a cabo, padece la enfermedad que investiga y con cada minuto se acorta la distancia del abismo.
Sucede que tal intención sólo queda clara de la mitad hacia adelante, pues hasta entonces la fábula navega al garete, entre una y otra circunstancia incidental.
Parecía que fuera
a desviarse por los derroteros del amor, en una fórmula que no es totalmente
original, pero podría resultar interesante al conjugar a un empresario negro,
extranjero, con una científica blanca y, a ojos vista, enferma, por la que éste
nutre una discreta compasión.
Aunque se insinuara en
algunas actitudes, no hubo misterio alguno en el interés del inversor.
No hay que tener mucha imaginación para darse cuenta que la hija de éste padece el mal y esto guía su interés y generosidad ‘injustificada’.
No hay que tener mucha imaginación para darse cuenta que la hija de éste padece el mal y esto guía su interés y generosidad ‘injustificada’.
Los retos, nada pequeños,
sin embargo, no tenían la dimensión dramática como para tejer una madeja de sucesos
que nos amarrara al receptor durante tres cuartos de hora.
Didáctico, hasta lo
escolar, fue el preludio, en que Soledad hace un balance sobre la ataxia en
pleno congreso de ciencias, rodeada de colegas.
Por más que cualquier presentación
vaya antecedida de un repertorio de generalidades, no lucía coherente.
Pero bien, era un recurso
necesario para ilustrar y, sobre todo, comprometer a la masa poco ducha en los
temas de la ciencia con el desafío que tenía delante.
Innecesario era recalcar
tanto que la investigadora sufría la dolencia, cuando unas pocas señas ya nos lo
dejaban claro desde el primer instante.
Lo cocinaron demasiado.
El segmento final trajo
consigo un clímax poco anticipado, lleno de escollos, que no pasaron de golpes
de efecto, muy mal vistos en la escritura de calidad.
A pesar de que en la vida las cosas se enredan, ¡si lo sabré yo!, fue
excesivo el número de baches en el trayecto y la simplicidad con que se salió
de ellos.
La desmayada que hay que
recoger por el camino (la ecuación fue elemental, no hubo ni oposición, ni conflicto:
¡hay que ayudarla!).
La llave que se pierde y se
devuelve sin más.
La CVP que, con razón, pero
con dogma, exige abandonar la entrada del cuerpo de guardia, sin que le valgan
argumentos.
La aduanera cubana que va a
poner trabas, en contraste con el dominicano – que sólo cuestiona las facturas
de una reproducción (ojo con eso) – pero que le franquea el paso (en una
elipsis que prueba lo dicho líneas arriba).
Finalmente, a punto de consumar
el experimento, los frascos, que con tanto trabajo han llegado a la isla,
parece que van a caer, ¡mas son atrapados en el aire por una mano con buenos
reflejos!
Pregunta lógica ¿cómo si la
motricidad de la científica está comprometida le dan el santo grial de estas peripecias? ¿Para crear un segundo de tensión
artificial?
O sea, son momentos que
podrían no existir y el resultado sería idéntico, pues no elevan el relato a un
escalón narrativo superior.
Nunca dijeron por qué había
esa presión para tener el preparado, cuando se infiere que el ensayo clínico se
programe en relación a su disponibilidad, no se hace esperando a que llegue (un
hecho futuro e incierto).
La caída de la científica,
que tanto se vio en el tráiler, no aportó nada, porque no significó un límite o
un punto de giro.
Accesorios totalmente
prescindibles y muy vistos como el conflicto del hijo con su ex mujer (más
dignos de la serie de abogados) y el desmayo que, según avance, rendirá en el
próximo capítulo, tampoco tributaron al cauce ficcional.
Rudy Mora, en la dirección
y el libreto, no deja de sembrar, para que el espectador coseche por su cuenta.
Por ejemplo, la madre (Nilda Collado) oyendo música guajira nos sugiere el origen de la experta.
Por ejemplo, la madre (Nilda Collado) oyendo música guajira nos sugiere el origen de la experta.
El contraste visual entre
La Habana y Santo Domingo. O que el CIGB sólo pueda abonar un pasaje y le
causen resquemores un donativo inesperado.
Subrayados nada sutiles
cuando va una y otra vez de la computadora espacial
del hijo, que se dedica a la música, al cacharro de la madre, que es
científica, con un proyecto de punta, conectan con esa especie de denuncia que atraviesa toda la serie,
pero que no evidencia su causa, con lo cual sus alcances menguan.
Al menos, si nos atenemos a
los postulados de la crítica local que suele ser muy exigente en este aspecto
con las realizaciones extranjeras, a las que les cobra disecciones sociológicas
sobre los fenómenos que tratan. Cuando en la mayoría de los casos basta con que
nos cuenten una historia. De preferencia bien.
La de Rudy, aunque logra
una dignidad en el apartado de puesta poco vista en nuestros lares, sigue
resentida en la parte del relato.
Por ello, se vuelve tan
imperativo que, junto a científicos de talla mundial, modestos, pero capaces,
aparezcan guionistas que sepan hacer de su oficio más que una ciencia, un arte
y entierren para siempre esta lapidaria sentencia de la propia Isabel:
"Tenemos un cine de autor porque no tenemos quien lo escriba".
"Tenemos un cine de autor porque no tenemos quien lo escriba".
PS. Nuevamente, el
leitmotiv del accidente – que debería enlazar todas las historias al decir de
Mora – quedó relegado como un simple injerto (lo cual, obviamente, va más allá
de decisiones de edición de última hora).
|ESTRENO| Con Ciencia o el fatalismo geográfico en el drama
|ESTRENO| Con Ciencia o el fatalismo geográfico en el drama
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