Por:
Antón Vélez Bichkov ©
El arte está lleno de
referencias. Desde las externas hasta las personalísimas. Las últimas, por más
inmediatez que tengan, no siempre salpican de autenticidad las obras.
Sin conocerlo en persona
y con muy pocos reflejos de su obra (espejo del alma), me pareció estar oyendo
a Rigoberto López durante la exhibición reciente, pero extemporánea de Vuelos prohibidos su último largo, en la
televisión.
Lo
oí
discursando, en una de sus aventuras
por el mundo, haciendo maromas para mantener un ego lírico entre el dolor y la
dignidad que lo hiciera lucir vulnerable y al mismo tiempo apto ante los
volubles interlocutores del más allá…
Un discurso en la cuerda
floja. Con un machete en una mano y la otra extendida en gesto que dejo a su
imaginación calificar.
Los extranjeros desean consumir un cubano en específico. Si es
intelectual aún más.
Por ello, como si fuera
una banana entrando en el mercado de la
Unión Europea, los pasan por un molde en que el criticismo y la debilidad no
son tan buenos atributos.
Atención, antes de me
acusen de agravios e injurias… sólo relato una impresión.
El arte también se hace
de lecturas y sensaciones.
Tal vez, López y cía. no
escribieran desde una perspectiva individual.
De hecho, podría ser la
primera cinta con bibliografía anexa por la infinita y confesa lista de
inspiraciones que movió a su director.
Pero es evidente que hubo
un toque de premeditación cuando se confiesa dispuesto a ‘dialogar’ con
públicos externos y con ello cae en el pecado de nivelar para el consumo.
“Tenía que estar la
posibilidad de provocar una reflexión, no solo para dialogar con el público
cubano, sino con el público de afuera, tú sabes cuánto se especula sobre Cuba,
cuántas dudas, cuántas preguntas, cuántos equívocos, cuánta curiosidad hay
sobre la realidad cubana hoy. Creo que nos corresponde a nosotros responder a
eso debidamente, sin estereotipos” (Granma, 09/04/2015).
El texto central fue la
típica perorata del intelectual criollo que sin ser víctima, tampoco es verdugo
y que viviendo en la amalgama de lo real escapa
en los nichos de la cultura, aprovechándose de discretos (a veces pírricos)
privilegios, como el de abrirse ‘ventanas al mundo exterior’.
En siendo así, tiene que ‘poner
en perspectiva’ las contradicciones,
cuidando los verbos y sus inflexiones.
Si puso o no de su
cosecha ya es una subjetividad y quizás no valga la pena discutirlo.
La plática que en
cualquier circunstancia sonaría impostada se resintió aún más por la
incorporación pobre, casi apocalíptica de Paulo FG, cuyos méritos en la música
están por contabilizarse, pero que sin duda alguna no dejará una huella en la
actuación. Aunque cantar
también lleve su dosis de histrionismo.
Rehén de su temperamento tropical, Fernández Gallo tuvo que
mantener ese lado bajo siete llaves y por más que trató de imprimirle congoja y
gravedad al personaje, sólo logró un par de gestos convincentes.
El resto denotó un cálculo,
que tampoco fue exacto, pues sobró en la mayoría de los casos.
La voz, su principal
instrumento en la profesión, no lo acompañó. Al no tener intimidad con las
emociones que retrataba le costó incorporarlas sin traicionarlas a cada paso.
Muy montados, no dichos,
ni siquiera actuados, los parlamentos salían de su boca como declamaciones de
un pionero en acto patriótico.
El contraste crece frente
a Sana A Alaoui, actriz francesa de origen marroquí, que supo domar su
personaje – mucho menos contextual – y transmitir sensaciones pulidas y con toque
genuino.
En términos generales, el
filme, que cogí ya empezado, no se justifica mucho y deriva en un clímax borroso,
casi imperceptible, en que el caldeo emocional se logra por un contrapunteo
hartamente artificial (no obstante a algunos giros interesantes en los
diálogos).
Si en vez de proponerse
sugerencia, aliento poético y realismo no pedestre (sic), López se planteara
un relato más sólido, la presunta cascada emocional por la que transita la heroína,
no tendría que explicarse en bocadillo editorial, ni los alegatos carenar en la peor playa para un audiovisual: la indiferencia.
Pero López sólo se queda en
la superficie, en el discurso y, sospecho, por ser lo único de su narración que siente y conoce cabalmente.
Roble
de olor, rebautizado entre bastidores con un título poco halagüeño,
pero elocuente, ya mostró sus lados flacos como cronista.
Y, desde entonces, cómo
su zona subjetiva le roba – a partir de su necesidad de discursar y
auto-afirmarse – momentos preciosos del arte de contar…
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