El rojo y el negro del s. XXI

El rojo y el negro es como Los miserables, se ha hecho tantas veces que una versión más no estimula.

Tampoco es la obra que mejor cabe en los contornos del folletín radial que pésele a quien le pese tiene su propia escuela y una larga historia que honrar.

Como todas las novelas de su época, su anécdota es breve, casi inexistente y su tema amplio, al punto de volverse inabarcable.

A Stendhal su creador — se le atribuye la paternidad de la novela psicológica en que las inquietudes y monólogos internos, se roban el lugar de las acciones y concentran la atención de los lectores. 

Su mérito sería escarbar en una época y en los recovecos de sus entes que como seres de más de una arista, tienden a ser contradictorios y hasta chocantes. 

Y ya sabemos que el folletín no parte de las sombras y la antipatía de sus caracteres, aunque a veces estas lo adornen.

El melodrama del que me declaro incondicional devoto y seguro vicia mi gusto — opera con figuras estereotipadas y afables, con las que se establece un rapport más inmediato y menos escabroso. 

No todos los libros son aptos para llevar a los medios, lo cual le impone una carga extra al guionista, cuya función es mantener el interés con un ritmo y una cadencia a tono con el patrón comunicativo del momento. 

En radio o televisión una historia así vale por la originalidad única de su trama, la extraordinaria calidad de sus personajes, y aun por el valor afectivo que le atribuye el público (que no siempre es proporcional a su dimensión literaria o las virtudes dramatúrgicas).

El rojo y el negro — como muchas otras de su especie — no tiene nada de eso. Es una obra de tratamiento, con un telón de fondo que la hace singular, si se quiere, extraordinaria. Punto. 

Pero en las manos de un Joaquín Cuartas, cualquier novela crece. Incluso, cuando en un ejercicio de fidelidad raro en este descollante autor radial se ciñera bastante al texto original. 

Adaptado hace cuatro décadas, El rojo y el negro de Joaquín volvió en una correcta puesta de Tania Valdés Arias por las ondas provinciales de la Metro. Radio Arte apostó en esta producción y le dio el vuelo que le falta a sus demás ofertas.

Ninguneadas, textualmente invisibles, las radionovelas transitan por el éter sin cobertura, ni reflejo mayor que el gusto del oyente.

Para sorpresa nuestra, ésta no sólo tuvo una [breve] campaña de promoción (incluyendo un lanzamiento y una emisión de Al mediodía), sino que se insertó en un horario que, usualmente, domina La novela cubana. Uno de los espacios más distribuidos de la productora.

El primer capítulo debutó con un recurso interesante en que Julián Sorel increpa a su sociedad y su tiempo, en alegato frontal, casi disparado, durante el juicio que sirve de preludio al relato.

La carga social, muy a tono con los años 70, se mezcla con las impresiones filosóficas del adaptador, que siempre cuela sus visiones del mundo entre acotaciones y parlamentos.

El toque de experimentación está en el diálogo que Sorel entabla con el público y en la confusión que se establece entre el hecho narrativo y la ficción misma.  Algo a que Joaquín recurrirá en muchas obras posteriores.

El episodio se resintió por una musicalización rimbombante, que fue atenuándose
a lo largo de las restantes emisiones (aunque no siempre con el tino necesario).

La radionovela lleva música, pero es preciso distinguir entre una tensión galopante y otra sutil, por sólo citar un ejemplo. En ello, tuvo un menos que, sin embargo, no perjudicó el producto final. 


A partir de ahí la historia corre en flash-back, impulsada por la curiosidad que da saber que el protagónico fue condenado a muerte.

La estirpe literaria se filtra en los infinitos soliloquios de auto-explicaciones y duelos mentales.

Con todo, el conflicto de relación poco a poco toma sus posiciones y articula la madeja de encuentros y desencuentros, con una indispensable dosis de amor. 


Un amor más lírico, exaltado, a tono con el género romántico, cuyas funciones tenían que suplir este tipo de programa, ante la ausencia [forzosa] de las novelonas que extrajeron los sollozos de nuestras abuelas.  

¿Astucias del adaptador o deformación profesional de quien escriba lo que escriba siempre tiene la poesía de su lado? Sabe Dios... 

Su habilidad es tal que logra una cuota de intriga, aunque en sentido estricto no exista un villano y sus funciones, se distribuyan puntualmente en determinados personajes. Otro punto flaco, si lo vemos desde la pureza del culebrón.

El gran villano, de acuerdo con la premisa original, sería el sistema que, al delimitar su espacio en el pantanoso entramado de las clases e imponerle el karma de una inferioridad social innata y por ello insuperable, anula a Julián, incluso antes del intento, y le impone atajos que usan la falta de escrúpulos como único y posible método.

Sin caer en las ingenuidades típicas de la novela rosa, ni la desfachatez del panfleto ideológico, Joaquín le hace los honores a Stendhal y respeta su perspectiva. La sociedad se abre ante Sorel, pero luego lo castiga por su transgresión.
  
La ambición que cataliza todos sus pasos se va dibujando con detallado esmero. Es evidente que ya entonces, Cuartas era un notable explorador del alma y siempre que puede le saca puntas a sus imperfecciones.

En ese aspecto, más aguda resulta la etapa en el seminario en que se ponen al descubierto las miserias del clero y la vulnerabilidad del antihéroe. 

Cierto que para darle un barniz más novelero se podrían inflar un poco las peripecias. Por ejemplo, en lo que concierne a Elisa, un personaje con un potencial no explotado.

Entre el despecho y la venganza cabrían muchas paradas psicológicas que no sólo moverían más el drama, sino que hundirían el bisturí donde Stendhal apenas hizo una incisión.

Lo mismo vale para las tensiones del adulterio, que cabrían a la perfección, sin desfigurar el hilo narrativo (con lo que el adaptador nunca se preocupó demasiado).

El narrador, mucho más conciso que en etapas posteriores, describe más que opina. Cuando es menester, recalca las emociones de los personajes, pero por lo general se mantiene objetivo.

El texto, por más que acuse una elaboración que le falta a muchos libretos actuales (de hecho, son escandalosas las cacofonías y la falta de pericia dramatúrgica de las novelas de hoy en día), nunca llega a ser el ejercicio barroco, cuyas cumbres vimos en Lo que no se perdona y en su más reciente adaptación, la aún inédita Entre sedas y amores, cuyos guiones ya disfrutamos en exclusiva telefónica... 


En cambio, no es tarea fácil para un elenco moderno recrear sus diálogos y cargados para sí

Demanda un cuidado por parte de la dirección y de los actores que, en términos generales, se vuelve notorio. 

Madurando a cada paso, Greta Romero tuvo su primer gran papel en la radio. Su mme. Rênal supera el abismo etario que divide a la actriz y el personaje y se solventa en un aire dramático, a veces subido de tono, pero conveniente a la época y al tipo de adaptación que se trata. 

Acostumbrados a galanes más graves, Sergio Pons puede no sonarnos suficiente para Julián. Sin embargo, cuando recordamos que se trata de un hombre de belleza cuasi femenina, podemos aceptarlo, pese a ciertos manierismos y una voz no radial que es muy frecuente en la nueva ornada. 

Jorge Reinaldo Ramírez  (el sr. Rênal) es un actor que ha transitado por el medio sin mucha estridencia. Muy a pesar de que se lo conoce al dedillo. La prueba está en un desempeño comedido y al mismo tiempo preciso de un marido que rara vez se sale de su forzado equilibrio y sabiendo más de lo que dice, tiene que ahogar su inquietudes por la presión del medio.

Manolín Álvarez se hace notar por el sabroso toque de mezquindad que le da a su Valenod. Un papel decisivo, mas episódico que también podría tener más tiempo.

Lianet Alarcón (mme. Derville) es otra que debe superar la diferencia de edad con el personaje, una mujer más vivida de lo que da su voz (bellísima, por cierto) y logra momentos de especial sensibilidad, sobre todo para los finales y específicamente en el capítulo de cierre. 

Jorge Luis Aguilar (padre Pirard), cumple su cometido como mentor cínico y al mismo tiempo sombrío, que educa a Julián en el mundo de las fieras. 

Con discreta ironía el narrador Héctor Manuel establece la distancia necesaria entre la acción de la que es parte integral y su rol como los ojos del oyente.

El rojo y el negro: una de las obras más versionadas - aquí en musical

La presentación, si bien ilustra y resume la premisa, incurre en una pifia que no pasa por alto: al enumerar los diferentes perfiles que asume en la vida, Sorel se enajena y afirma que en la vida «todos desean ser alguien», como si se tratara de personas diferentes. Sin contar, la disonancia que introducen el «algo» y «alguien» situados a la distancia de seis palabras.

«Un hombre puede ser tan distinto, pero algo tienen en común: todos quieren ser alguien»

Un detalle que una producción cuidada, en que se nota el buen clima que reinó en el estudio, sí hace una diferencia. 

Sin embargo, el mayor pero que le podemos poner a este Rojo & negro del s. XXI, es su limitada difusión. 

La novela universal, el espacio en que se inserta, se emite en contadas emisoras del país. Por un milagro o alguna gestión extra, salió en la mentada Radio Metropolitana y CMBF (donde sólo cabe por su origen literario). 

Recursos materiales y humanos se evaporan, virtualmente, en plantas con poco potencial de audiencia. Esos oyentes son importantes ¿quién lo duda? Pero la entrega y el esfuerzo deberían tener más salida... El equipo lo merece. Y esta vez más. (© Antón Vélez Bichkov)

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