Ana Fernanda o Secretos sin fin…

Por: Antón Vélez Bichkov ©

Ana Fernanda, la novela de Radio Arte que emite Metropolitana en sus tardes, bien podía llamarse Secretos infinitos.

Basada en la revelación de un secreto altamente ramificado, la trama de Narciso Díaz Rodríguez ciertamente gana en ritmo y convenientes golpes de efecto, pero pierde en frescura y variedad.

El cambio de estímulo, según Stanislavsky, aumenta la tensión. Puede que la frase no sea exacta, no se refiera estrictamente a lo dramático y ni siquiera sea suya. Pero que encierra una gran verdad, la encierra.

Se entiende, Ana Fernanda pinta como una novela breve, lo que le impone una mayor concisión y la fuerza a prescindir de las subtramas que dispersarían mucho su foco.

Sin embargo, el autor debió apelar a más recursos para garantizar esa velocidad casi televisiva, raro adorno en el dramatizado radial.   

Por muy bien amarrada y administrada que esté la historia, no dejan de sobrar aquí reiteraciones y clichés.

Ana Fernanda (Leyani Contreras), es hija de un hacendado despiadado y carente de escrúpulos que, por conveniencias, termina comprometiéndola con el hijo de otro hacendado igualmente brutal y poco ético.

Como decreta la cartilla, la chica es voluntariosa y libertaria, y amén de una personalidad inmune a toda componenda, el amor de un joven honesto, digno de sus altos ideales, le hace rechazar a Manuel (Saúl Seijo), que cojea de la misma pata que su padre y futuro suegro. Incluso los supera en maldad y sadismo.

La madre de Ana perdió un hijo, que ésta adora en una alejada tumba. La de Manuel, aunque no se sepa, también y pudo sustituirlo por un bebé entregado al nacer.

En ambos casos, el primogénito es fruto de un mal paso que dieron sendas damas.

En ambos casos, el pasado de sus maridos está manchado por la sangre y la rapiña.

No hace falta mucha imaginación para darse cuenta que Manuel es el vástago de Carmen Lorena y que existe un complot terrible que involucra a Francisco y Armando.

Lo que importa es cómo se irá desenredando esta madeja que cuando creemos agotada tiene una hebra más… para gozo de oyentes poco críticos y en detrimento de una escritura más elaborada y cuidadosa.

Muy adelantada para su época y sus 20 años – no importa que entonces se madurara más rápido, porque se vivía menos en todos los sentidos – la heroína empieza a atar cabos y se depara con una maquinación espeluznante.

La ‘Providencia’, en la figura de una negra bruja, mete su mano e impide que el clásico incesto se consuma, abriendo el cauce de un verdadero río de misterios y sangre. 

Río que, casi literalmente, nos inunda desde los primeros minutos de la emisión, sin reparar en cuán grotesca pueda sonar una introducción tan exacerbada y violenta. 

Tintos en sangre, día tras día, oímos una presentación en que se destila una furia inexplicable hoy en día y que, por muy conectada que esté con el eje narrativo, no machea con el anodino título. 

Tampoco se avienen a la época anacronismos verbales salpicando diálogos con garra, pero a veces en exceso novelescos (por el lado malo); nombres modernos con aires de novela mexicana (como el propio Ana Fernanda o Carmen Lorena); errores léxicos como ‘casa-hacienda’ por casa-vivienda; exageraciones de mitos sobre la esclavitud y las actitudes de los amos; y una poco creíble onda de censura de gente del s. XIX, ante situaciones que, según ellos, eran cotidianas y, por tanto, morales (aunque no lo fueran).

La novela se hace eco de todas las pseudo-concepciones sobre el esclavismo (muchas generadas por el culebrón), desconociendo el proceso en toda su dimensión social. Y en ello, se le va una innecesaria dosis de revanchismo que no le hace justicia ni a los cautivos y mucho menos a sus opresores*.  


Para rematar hace una ensalada de palabras y conceptos yoruba con personajes de ascendencia bantu, mostrando cuán poco informados que están los criollos de sus antecedentes étnicos. 
 

Difíciles de aceptar son las muchas leyes de Ana Fernanda y la tolerancia ante ellas.

Reacción increíble, la de su madre cuando descubre el embarazo de la hija que, por cierto, se dio casi por inferencia (al menos yo no oí cuándo se consumó el hecho). Por muy vejada y solidaria que fuera Carmen Lorena, es una hacendada, que se ha mostrado conservadora y sumisa.

Ni los golpes que ha sufrido en los episodios precedentes le pueden quitar el velo de su era y el entorno en el que, sin dudas, su hija está condenada a la misma suerte cuando salta al lecho antes de pasar por el altar.

El padre de la criatura, Antonio O’Hardy (Antonio Arroyo), es casi un personaje secundario.

De hecho, como casi todos los que no están ligados al núcleo central y a los grandes secretos. Episódicas, aunque importantes, son las participaciones del mayoral o Cecilia.

La concentración de hechos permite al elenco más chances para lucir su forma. Leyani Contreras, conoce el oficio radial y logra una protagonista intrépida, pero romántica.

Saúl Seijo, se vale del brillo que tiene todo villano y además le saca lascas cuando el autor trata de matizarlo y justificar su inquina.

Teresita Rúa, es una gran actriz que nos dio pruebas de sus quilates en Santos remedios (que merecería un comentario de esta página) y lo reitera aquí, como Cristina.

Muy a pesar de un rol poco delineado que va desde la vacilación a la fuerza, sin ocupar un escalón fijo en esta escalinata de arquetipos. Lo cual, sin dudas, es problema del libreto.

Sarah Vega (Carmen Lorena), tuvo su gran momento en la escena del desentierro del ataúd. Muy rara vez oímos tal entrega ante un micrófono (menos en estos días).

Lamentable la sustitución de Manolín Álvarez en el papel de Francisco a media novela (la ruptura se hace evidente cuando entra Juan Barrizonte, cuya voz con deje monótono e impostado ni se parece, ni resulta expresiva para darle continuidad a una actuación subida de tono, es verdad, con más oficio, que arte, pero intencionada, quizás para ajustarla al melodrama antiguo en que predominaba el aire discursivo).

Leonid Simeón Baró, en cambio, logró imprimir sutileza a un Armando Larrañaga, con un pasado oscuro, pero con un presente vulnerable. 


El ala femenina de la brevísima dotación sufre al elegir actrices no habituadas a la caracterización. Es el caso de Yumary Cruz (Tata) que no convence como esclava. No por evadir la exagerada habla bozal que se le imprimió a la Mama Tunga de Meilin Cabrera. Sino por sonar muy joven para la edad del personaje y confiar en la aspiración de ‘s’ y reducción de ‘r’ como único recurso. 

Greta Romero (Cecilia) sigue con voz dulzona, que conspira contra los aires trascendentes de un personaje salido de la nada y muy esporádico, como ya dijimos.
Matos Alvarado, a cargo de la narración, se sale bien, pero tiene pocos chances para brillar, por tener a su cargo un narrador meramente descriptivo.

El gran plus, como en Crónica social, ha sido la musicalización precisa de Edgar Dávila. Sin música no hay radionovela. Y sin la música donde va, el melodrama se queda en chisme...


Muy a pesar de los detalles antes mencionados, la experiencia de Ileana Cordovés, a la cabeza de todo el equipo, se deja sentir en una dirección de mano segura, que bien le vendría a otros espacios radiales, hoy, en franca decadencia. 

*En las legislaciones de la época existían una serie de parámetros y limitaciones que imponían ‘cuidados’ y proscribían castigos sin autorización expresa de las autoridades, a las cuales los esclavizados podían acudir en caso de violación (de lo cual existe todo un libro editado hace unos años en Cuba); también se determinaba el número de latigazos para cumplir con la hipócrita moral cristiana y claro, para ‘cuidar la mercancía’ (no olvidemos que los esclavos eran ‘propiedades’ valiosas que no se dilapidarían por deporte, como se muestra en la radionovela). Que se cumplieran o no, es otro asunto que podría enriquecer el entramado dramático. Más sobre el tema aquí.

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